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LA SOCIEDAD DEL MALESTAR

Sergio Rocchietti

 

No es necesario caminar demasiado: se lo percibe, es palpable en determinados lugares o en algunas personas. Lejanas o cercanas, las imágenes o nuestra propia experiencia nos lo confirman. No lo eludamos, por más que sea una vaga sensación, imperceptible a veces, aunque punzante siempre.

Nos referimos al malestar.



Momia Peruana
 

NOTAS, BOSQUEJOS, IDEAS SUELTAS Y NO TANTO

El malestar en la cultura es una obra que escribe S. Freud y se publica en 1930; claro está, debemos agregar a esta década —desde 1920 a 1930— algunos hechos que nos permitirán apreciar mejor la situación referida.

La Primera Guerra Mundial, como nosotros la conocemos, llamada la Gran Guerra (1914-1918), había dejado como resultado diez millones de muertos; a ella había sucedido la epidemia de "gripe española" que causó el doble de decesos. En 1917 había comenzado la Revolución Bolchevique, la que llevará a consolidar a Rusia como país hegemónico de la U.R.S.S. (para los que no recuerden las siglas, quiere decir Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas). Y estas siglas pueden no recordarse porque desde 1989, luego de la caída del muro de Berlín (¡bonita manera de decir que lo demolieron a mazazos!), también "cayó" la U.R.S.S., lo que da lugar a que por la "Fukuyama's way"remember al profesor hegeliano del fin de la historia, victoria del capitalismo y tutti cuanti (¿y esto dónde se festeja, en el Obelisco?)— lleguemos a la globalización. Bien bien bien o mal mal mal, según de qué lado se esté de la cuestión.

Esta partición, bien o mal, rico o pobre, ¿no nos hace tibio eco de la cuestión del Bien y del Mal ? ¡Miren a dónde vinimos a parar, a la cuestión del Bien y del Mal!

Pero, a no preocuparse, ya está resuelta. Luego de tantos siglos de debates, pensamientos, obras, vidas y muertes, teología, cruzadas, reinos y etc., comprimimos todo en "rico" o "pobre"; o, si lo prefieren —lejos de eso de "ser o no ser, esa es la cuestión" (Hamlet)—, "money or not": dinero o no. Tener o no tener, esa es la cuestión.

Este es nuestro presente —1997— en general. Esto es palpable, cernible: sensación de la economía que se filtra por todos lados.

Prosigamos. Dos libros, La decadencia de Occidente, de O. Spangler, y La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset, dan el tono de lo que se vislumbraba. A tal efecto remitirse a la película —muda, para más datos: el cine sonoro se difunde a partir de 1932— Metrópolis, de F. Lang. ¿Qué se vislumbraba? Simplemente, lo que ahora está sucediendo: muchos mal, pocos bien.

Nada más: no hay apocalipsis, revelaciones del porvenir; sólo, y no es poco, vagas intuiciones y pre-visiones - como es el caso de aquella película - de lo que ya se sentía en la época. Época llamada de los Años Locos, que también supo incluir a la Gran Depresión de 1929, que no fue ningún síndrome sino un crack o quiebre bursátil de la bolsa de Nueva York, con sus correspondientes coletazos a nivel mundial. Claro, tardó algunos años en llegar a las pampas planas, pero eran otros tiempos, más lentos. El instante temido se demoraba, pero tampoco había posibilidad de evadirlo. ¡Y siguen hablando de globalización ! 

Lo que se ha acelerado es el tiempo, y —seamos precisos—, el tiempo de las cotizaciones, de las transacciones, de los valores —¡Ah, algo conocido otra vez! No, no se ilusione...—, los valores de Bolsa. Y esta aceleración es consecuencia de la comunicación, llámese "sistemas telemáticos".

Advertiremos fugazmente que, de Bolsa en Bolsa, vamos de país en país, sí, pero no es relevante; vamos de ciudad en ciudad, cosa que tampoco es tan relevante; lo que sí lo es, es que todo el planeta esté surcado por estas informaciones de las cotizaciones y nuestra vida prosiga sin que nos enteremos de ellas. Pero ellas —nuestras vidas— parece que sí son cotizables. Y lo que es peor, que valen poco. 

Perdón: Para usted, ¿cuánto vale su vida? Es incalculable; no podemos decir una cifra porque no podemos consentir un parámetro para efectuar tal cálculo. ¿Y la vida de su vecino?  Eso ya es más fácil, pero si podemos ser estrictos con nuestro pensamiento responderemos igual: incalculable.

Característica fundamental de un sistema económico, el capitalista —hubo otros; véase Marx en especial, o cualquier economista clásico: A. Smith, Ricardo, etc.—  transforma las cosas en mercancías y las mercancías tienen un valor para un mercado que se rige por la ley de oferta-demanda, escasez-abundancia.

Perdón: ¿Usted sabe a cuánto se cotiza su hora de trabajo? Quizás sí, y eso lo hace sentir bien o mal, según el caso. Pero cambiemos la pregunta: su hora de trabajo es su hora de vida. Y ahora, ¿qué responde? ¿A cuánto se cotiza su hora de vida? ¿Cuánto vale? ¿A cuánto la vende?

No es lo mismo a cuánto se cotiza en el mercado que a cuánto la ofrece usted. Sagradas leyes del mercado, oferta y demanda, escasez y abundancia.  Nada de "lo que abunda no daña": "lo que abunda baja de precio".

He aquí la antinomia: Uno y el mercado. Mejor me voy al shopping.

Este es nuestro presente. This is our present. In God we trust: one dollar. Time is money. Money is God. 

 


Rupestre-Kalahari

ACERCA DE COSAS VIEJAS

Una larga historia hace a nuestro presente. Una historia que se hunde en el tiempo de la prehistoria, cuando no teníamos escritura; una historia que desdibuja las letras para darnos los signos de los vestigios. De esos vestigios, pura basura; de lo que se tira, pero que también habla a quien sabe verlo; de las ruinas y lo cotidiano.

Hubo ese tiempo, lo sabemos: sin excesos, para subsistir, precario a nuestro entender. Otro tiempo, de dioses cercanos y, a veces, encontrables.  De frugalidades y andaduras, nómade, de exploración.

Hubo otro tiempo —revolución neolítica le dicen; sucedió a la paleolítica—. De las viejas piedras a las nuevas piedras. Tiempo sin ciencias pero con cuántas técnicas... Ellos ni sabían que eran ciencias y técnicas, sólo vivían de ese modo. Todas estas disquisiciones son nuestras: ante cualquier añoranza, remitirse al hombre natural de Rousseau (Internet: www.com.ross.drink). Pero ellos se quedaron, se establecieron... ¡qué lejos! ¿no?, aproximadamente hace doce mil años. Del errar sin más que huellas al sedentarismo. Ganadería y agricultura, herramientas de piedra, para luego proseguir con los metales. El sitio es el pueblo (aldea, comunidad, tribu, etc.)

Hubo otro tiempo: es el inicio del tiempo de las ciudades. Y las ciudades aparecen junto con la escritura. Y la escritura aparece para administrar las propiedades del Faraón y del Emperador o del Rey. En rigor es el tiempo del palacio, y éste es el centro del lugar, desde el cual van a comenzar a edificarse las ciudades. Ciudades-imperio, ciudades-palacio, ciudades-rey. La escritura marca las propiedades y es la posibilidad de administrar los granos, distribuir las riquezas, como al ganado, como a los seres.

Comienza el tiempo de las ciudades; aún estamos en él.

 


H.R. Giger (Frag.)

DISERTACIÓN INTERRUMPIDA

Se nos disculparán —o no— los saltos y las discontinuidades en el aspecto temporal y demás, para ser breves, lo cual no es para ser buenos. Este "tempo narrativo" no es consecuencia de alguna embriaguez crónica, sino que —creemos— es consecuencia directa de nuestro objeto de relato, el malestar. Y por si no se dieron cuenta, ¡somos nosotros!

Y nada de objeto. Y sí, nos refutamos a cada momento que podemos, para afirmar otra o la misma cosa en otro momento posterior. Post-modern-y-dad. De lo cual hay cada vez más debates, furiosamente académicos (o sea que no le importan a nadie más que a algunos universitarios y a algunos profesores de Filosofía). Esta es la palabra: Pst, pst, ¡eh!, usted, post —después,—, como en post —después—  mortem. Post mortem. No, no, así no era. Así, sí: "La postmodernidad es la era donde caducan los grandes relatos", dijo Lyotard.

Brillante. Caducidad de las ideologías como elemento unificante y gestador de prácticas. Dentro de la categoría de "gran relato" inclúyase a la religión, al marxismo, al psicoanálisis o a la pedagogía; es igual, pero no por idéntico sino por equivalente.

Tarea para desarrollar en el hogar, preferentemente en horario central frente a televisión encendida en el programa de mayor "rey-ting": ¿Cuál es la diferencia entre igual y equivalente? Ejemplifíquese. 

Somos modernos desde la Revolución Francesa —1789—  y ¿desde cuándo somos postmodernos? Desde los estallidos. Cuando estallan los grandes relatos en múltiples fragmentos, en nuestro siglo, el XX, en numerosas ocasiones hasta el colapso de la dispersión. Es este y sólo éste el más evidente; ahí es cuando damos vuelta la cabeza, como cuando escuchamos un golpe fuerte, y advertimos lo que pasó.

Ya pasó: Postmodernidad.

Somos postmodernos. Mal que nos pese. Pese a los debates. Vamos en el ícono, pues ya no es sólo una palabra, ni siquiera un concepto con el cual podamos debatir entre nosotros o con otros. Estamos dentro del ícono —tema de Bill Gates—, y el ícono se presenta por una ventana —thank you, Sillycon Valley—: Windows 98, o 2025, y el ícono exige. 

Hay una larga tradición en torno a las imágenes religiosas en el Imperio Romano de Oriente, que luego pasa a la Iglesia Rusa. Allí, la representación habitual de las figuras sagradas son los íconos, que pintados sobre madera con un fondo de oro, son objeto de rezo y veneración.

A principios de siglo, un filósofo norteamericano, apasionado por la lógica, destacó el nivel semiótico (de signo) de la representación icónica. Era C. S. Peirce.

El sistema de representación icónico se emplea por primera vez en 1973 en computadoras Xerox; Apple lo hace popular, y B. Gates también lo adopta para su programa Windows. Con un sistema así, "intuitivo", no es necesario estar alfabetizado para operar con él: se trata de comprender esas imágenes (íconos) de alta resolución —y podríamos arriesgar que se trata de estar entrenados neurofisiológicamente para responder adecuadamente a su presencia o no (video-games)—.

Y el ícono exige.

El ícono exige adoración.

Cada marca industrial es un ícono. Tiene una cotización que en algunos casos puede llegar a miles de millones de dólares.

Nos vestimos con íconos; algunos, para exigir adoración a otros. 

Los pequeños fragmentos de los grandes relatos son filosos, y además sobrevuelan nuestras intenciones. Que lo digan si no Chechenia, Bosnia o Sarajevo —¿o acaso se ilusiona uno con que los campos de exterminio tuvieron una única aparición en la historia humana y eso fue en la Segunda Guerra Mundial?—. Con esa forma, de esa manera, surgiendo de determinado discurso, eso sí fue singular; pero esperemos: hay tiempo, siempre hay tiempo para los exterminios o sus intentos.

 





El Grito, Munch

 

EL TIEMPO DE LAS CIUDADES

El "grito" de Munch, palabra sin palabra, es el silencio del hombre errante en las ciudades sin alma y frente a un cielo deshabitado.

(Octavio Paz)

Aún estamos en el tiempo de las ciudades. Con lo que ello implica para nosotros que vivimos en ellas. Todas las salvedades son necesarias y nunca pocas. No es que haya malestar porque haya ciudades. De ningún modo.

La ciudad surge como una instancia de la organización de los grupos humanos y lleva en sí las trazas de ello; una prueba de esto es que cuando Platón escribe su República (Politeia en griego, que deriva de polis, ciudad), divide a los ciudadanos en relación a las tareas que desempeñan, planteando que la supremacía estaría dada por los filósofos, que serían los encargados de guiar al resto.

Desde tan lejos vienen las vanguardias iluminadas. No entraremos en tal discusión. La "Politeia" debe ser leída como una utopía filosófica, esto es: como un modo ideal de organizar a la ciudad, a los seres humanos y a las leyes. Habrá otras, en otras épocas.

Este es un dato interesante. Dada la insuficiencia siempre presente entre la intención organizativa y el resultado conseguido, el espacio vacante es sentido como un lugar posible de ser ocupado, y es así que surgen las utopías para llenarlo. Véanse Platón, en la época antigua; Moro, Campanella, Bacon, en el Renacimiento; o Saint-Simon, Fourier, o Proudhon, en el Positivismo.

Es en ese mismo espacio, social, utópico, que se van a instalar los deseos del hombre. Los deseos individuales acerca del hombre social. Digámoslo de otro modo: un individuo, al pensar y —¿por qué no?— sentir lo social (socius, del latín compañero), crea, siguiendo sus experiencias en ese mismo ámbito, lo que para él sería el mejor ámbito posible para vivir con otros. Y como eso no es realizable en lo inmediato —justo como nuestros deseos—, se satisface con su puesta en movimiento, con la mera presentación para sí que antecede a la narración; se le hace posible vivir una mínima o no tan mínima satisfacción por haberse permitido la expresión de sus más íntimos deseos.

Lo que se hace luego con las utopías pensadas por otros, es otra cuestión.

La ciudad surge como la instancia privilegiada de lo humano. Por ello la palabra cultura significa cultivado: allí donde hay cultivos, agricultura, hay lo humano. El espacio de lo humano, en los inicios, es el espacio donde se cultiva. 

En los primeros tiempos, la ciudad incluía los campos circundantes hasta el límite de la selva —de allí la palabra salvaje—, y de lo desconocido.

Lo no humano, sea animal, sea dios, no necesita de la ciudad; no necesita de la polis. Como dice Aristóteles en su Política: no necesita de los otros porque no es un animal político; no es un animal de la polis, de la ciudad.

Si la ciudad, y —no lo olvidemos— su derredor, se constituyen como el lugar privilegiado de la reunión humana, será necesario organizar el modo de esas relaciones entre humanos; y es así como aparece la ley, como articulador necesario de los vínculos humanos. Pero antes de las leyes ya existían las reglas que fueron sedimentando, con el tiempo, en cada comunidad.

Que los derechos de cualquier individuo son universales, es un concepto de la modernidad. Porque es la modernidad la que postula una historia universal de la humanidad, y, como consecuencia de ello, un individuo universal. Antes, nada. Y mejor no hablemos de su cumplimiento. Esto vale para nuestros tiempos. Eso lo sabemos: no es posible, por ahora y por un largo tiempo.

La oposición será "lo urbano" y "lo rural". Dos vías, dos modos, dos vidas. En rigor, no hay tal oposición. Es nuestra. Es nuestro el modo, simple y reductor, de enfrentar antinomias, oponiendo dos elementos. En esto seguimos la dirección que nos propone la estructura del lenguaje, pares de oposición.

¿Y si nos esforzamos un poquito? Introducir una lógica de lo ternario implica dejar la estructura dilemática de "o esto o aquello" para pensar dos elementos diferenciados más, y —aquí reside la clave— más la diferencia. Y la diferencia no es sustancia diferente, sino espacio en blanco a construir. A construir como diferencia. No sé de la diferencia hasta que no opongo a esos dos elementos: los propongo en un diferendo, y hasta que no difiero, yo, la temporalidad de la oposición; luego el diferendo y el diferimiento construirán el espacio de la diferencia (versión libre acerca de J. Derrida: La escritura y la diferencia).

La comparencia de "lo natural" se fue ausentando cada vez más del ámbito de la cultura, del cultivo o de lo social. En definitiva, de la ciudad.

Hay una obra de la literatura de ciencia ficción —otra forma de la utopía— que comienza diciendo: "Cuando el sonido seco de la placa de cemento cayó sobre el último espacio libre del planeta Tierra me estremecí...".

No otra cosa nos sucede cada vez que finalizamos una frase como la citada. Y la perspectiva no está tan lejana como parece. Seguro que no asistiremos a ese momento, pero hacia allá vamos. Cuando se escuche ese sonido, habrá terminado el tiempo de las ciudades, pues todo el planeta será una ciudad.

El lugar habitable "ciudad" se edifica sobre, y se aleja de, "lo natural". Cerca de lo natural de un río (hoy central hidroeléctrica), cerca de la montaña, o del mar.

Ningún recurso natural es ajeno a ser evaluado dentro del valor mercancía. Y eso es consecuencia de las trazas del poder central que se manifiesta en su mismo afán de centralizador con el surgir de las ciudades. De central y visible —el palacio en la ciudad— a múltiple e inmaterial: el mercado de valores. Su vocación hegemónica continúa (acúdase a La voluntad de poder, F. Nietzsche, o a La microfísica del poder, M. Foucault). ¿Por qué es importante una disquisición sobre el poder? Paciencia, ya llegaremos.Pista preliminar: la vocación hegemónica del poder —siempre hay que recordar lo obvio— es ejercida por hombres, conlleva un nihilismo destructor que se manifiesta del siguiente modo: "No importan los individuos". No importa lo que sienten, quiénes son, cómo piensan, a qué están destinados en su fuero íntimo. No importan los individuos, ni sus vidas. ¿Por qué? Porque no hay contemplación para la vida individual. Porque no hay consideración acerca de la existencia singular. Porque no hay pensamiento que ejerza las diferencias, la lógica de la diferencia.

La historia de las ciudades no es la historia del capitalismo, aunque la historia del capitalismo pase por ciertas ciudades. Agreguemos que, ni el nihilismo, ni las ciudades, ni el capitalismo son nuestros "enemigos". Se trata de otra cosa.

 



El Grito, Munch


Momia Peruana

Y EL MALESTAR, ¿DÓNDE ESTÁ?

    Oímos tus palabras, pero no sabemos de qué hablas. ¿Tratas de contarnos qué se siente al vivir? En tal caso, ya lo sabemos. No mucho. Nada especial. Los pájaros también tienen vida, y los peces. Sois vosotros, los hombres, quienes pueden hablar y anudar la vida en espasmos y en enigmas.

(Cordwainer Smith)

El único malestar en la cultura es el malestar del deseo.

(J. Lacan)

    Hasta aquí hemos hablado poco del malestar. Porque es él el que nos hace hablar, tratar de explicar, de desarrollar ideas, conceptos, aproximaciones o francos equívocos sobre lo que es estar vivo y estar con otros; en definitiva, vivir en sociedad, vivir en la cultura, humana; no hay otra.

Cuando Freud escribe El malestar en la cultura no está contento con su texto. Le escribe una carta a un colega donde le cuenta de su desagrado de haber tenido que hablar de tantas cosas irrelevantes y de no haber podido decir nada nuevo. Y no sólo esto: el primer título pensado para ese artículo había sido "La infelicidad en la cultura", cambiado luego por el que conocemos ahora.

Dos cuestiones aparecen ante nosotros: una, que cada vez que queramos referirnos en general a esa cuestión enorme —conglomerado heteróclito— que es la cultura, tendremos que padecer de esa misma situación; y dos, ¿por qué Freud no quiso utilizar la palabra "infelicidad"? Proponemos que no lo quiso hacer porque inmediatamente se hubiera caído en la vertiente de considerar que lo opuesto era lo necesario, o sea que —como se lo ha postulado tantas veces y en tantas épocas— "el fin de la vida humana es la felicidad". Nada más ajeno a Freud, porque lo más cercano a él —siempre fue su intento— era la verdad. Y desde allí, el fin de la vida no es otro que la muerte. Claro está que en ese trayecto hay mucho para hacer, y tantas cosas más.

El atajo de plantear que el fin de la vida, como fin al cual hay que arribar, es la felicidad, no es otra cosa que la evitación de que el fin de la vida, como término, es la muerte. Atajo, escamoteo, elisión que no hace más que fomentar el malestar.

¿Dónde está el malestar? En nosotros y en los otros. Con nosotros y con los otros. Siempre disponible, atento. Acechando nuestro presente. El malestar es una presencia inevitable, o no.

Dice Freud, en El malestar en la cultura: "Se descubrió que el ser humano se vuelve neurótico porque no puede soportar la medida de frustración que la sociedad le impone en aras de sus ideales culturales...".

¿Y quiénes son los portadores de los ideales culturales? Tantos... Desde los padres a los maestros, desde el vigilante al encargado del edificio. No hay ideal volando; lo que sí hay son personas que se ubican en lugares de "poder".

Y aquí reencontramos el viejo tema. El malestar es una presencia inevitable, porque siempre vamos a encontrar otros que van a apelar a cualquier clase de poder para tratar de ser. De ser a expensas nuestras. De sentir que son en ese efímero instante que les da una satisfacción que no pueden encontrar de otro modo más que gritando o sojuzgando.

El malestar es una presencia inevitable porque está en nosotros como una posibilidad de recordarnos todo lo que no hacemos, o lo que hacemos mal o bien; no interesa: nunca alcanza para aplacar a ese lugar psíquico llamado superyó y que es el que nos recuerda que hemos nacido y que hemos tenido padres y que hay que responder por el sentido de la vida y hacer y obedecer, y... y nunca alcanza. O no.

Se trata de otra cosa.

Se trata de la incapacidad, o no, del individuo para generar un espacio distinto al propuesto. Se trata de la incapacidad, o no, del individuo para soportar las tensiones a que lo somete vivir en la cultura. Se trata de evitar establecer las relaciones con otro, siempre desde el viejo esquema, conocido por demás, del "amo y el esclavo". Se trata de la verdad y nuestro cuerpo que no la resiste y no quiere ni siquiera oír hablar de ella. Se trata de la mentira, lo que no soporto aunque sé que es así, pero para qué si ya no hay tiempo y ella o él me dijo que. Y todo para qué si yo ya no aguanto más, perdoname. Yo no puedo. Y no quiero sentir que no hay "La" verdad, déjenme acá con mis convicciones. No me quiero enterar de que la verdad es construcción en un relato que me va a impulsar junto con otro hacia.

¿Hacia dónde era? ¿Qué me habían dicho? ¿Dónde quedaba? Me olvidé.


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